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El asiento del delegado de Estados Unidos está vacante
en la sede de la ONU durante la reunión final de una
comisión que preparó el funcionamiento del Tribunal
Penal Internacional, el lunes, 1 de julio, 2002. (AP Photo/Shawn
Baldwin) |
La oposición
de Estados Unidos al Tribunal Penal Internacional parece desconcertar
o avergonzar a muchos de los partidarios de ese país. Es
desconcertante porque no es obvio en absoluto por qué Estados
Unidos debe sentirse tan amenazado por esta Corte. Los partidarios
del Tribunal señalan que hay abundantes cláusulas
en el Estatuto de Roma diseñadas para proteger la capacidad
de una democracia madura de realizar su propia regulación
y lucha contra el crimen. Sugerir que ante la Corte comparecerán
fiscales irresponsables, o que otras naciones usarán el TPI
para manifestar su antiamericanismo, es alarmismo sin fundamento.
Y es embarazoso
porque Estados Unidos parece autoeliminarse de las reglas del juego
que cree que se deben aplicar a otros. Esto es especialmente inapropiado
cuando el juego involucra alegatos de crímenes contra la
humanidad, genocidio y crímenes de guerra. Las exigencias
estadounidenses de trato especial socavan la idea misma del imperio
de la ley como un orden normativo singular de principios al que
todos estamos vinculados. Esta actitud puede socavar el gran esfuerzo
internacional del último siglo de someter el uso de la fuerza
al imperio de la ley. Que Estados Unidos tome esta posición
es especialmente embarazoso, ya que, este país, más
que ningún otro en la historia moderna de la nación-estado,
se ha comprometido y constituido con el imperio de la ley.
Atorados entre
el desconcierto y la vergüenza, los amigos y aliados poseen
pocos argumentos con los que responder cuando los críticos
usan explicaciones políticas fáciles a esta postura
estadounidense. La más fácil es que la oposición
norteamericana al Tribunal se basa en un concepto “del malo
de la película” en el nuevo régimen del derecho
penal internacional. A la espera de violar las reglas, Estados Unidos
quiere ser la excepción de que se le apliquen. Después
de todo, ninguna otra nación dedica recursos comparables
a sus fuerzas armadas. Estos recursos no se invierten sin un objetivo.
Estados Unidos dedica estos recursos porque se propone usar la fuerza
militar como instrumento de su política nacional: por ejemplo,
Kosovo, Afganistán, Irak y quién sabe cuál
será el siguiente. Con el uso de la fuerza militar vienen
las acusaciones de agresión junto con las supuestas violaciones
del derecho humanitario.
Otra explicación
fácil es sugerir la sicología política. Estados
Unidos supuestamente sufre de un tipo de paranoia política,
una tendencia latente hacia la xenofobia. A veces esto se expresa
en la noción de que la oposición es “ideológica”,
lo cual generalmente significa que es un producto de las fantasías
de las fuerzas derechistas. A veces, se añade un elemento
histórico: el excepcionalismo estadounidense se basa en una
combinación de la fe protestante en una misión mesiánica
y la tradición de aislamiento. Estados Unidos fue fundado
por quienes escaparon la corrupción religiosa y política
del Viejo Mundo. Las soluciones a los problemas del Viejo Mundo
se perciben como irrelevantes para la vida americana. O peor aún,
esas soluciones están contaminadas por la corrupción
de la política del Viejo Mundo. Estados Unidos, según
sus críticos, sufre de fantasía purista.
Estas explicaciones
tiene suficientes puntos verídicos como para hacerlas hasta
cierto punto creíbles. Estados Unidos es un poder imperial
militarizado; mantiene una cultura política profundamente
informada por la fe protestante; cree que su historia ha sido providencial.
Pero el negativismo que conlleva cada explicación atrae la
pregunta: ¿Cuál es la otra opción? Por supuesto,
la política estadounidense se interesa en sí misma.
¿Y quién no? Por supuesto, la política norteamericana
se basa en ciertas creencias ideológicas. ¿Desde cuándo
la política no es ideológica? Por supuesto, las corrientes
políticas contemporáneas reflejan experiencias históricas
y el marco mayor de creencias religiosas de esa comunidad. ¿Es
inconcebible de otra manera?
Toda la política
surge de esta mezcla de intereses egoístas, ideología,
historia y fe. Si esto produce una forma de política particularmente
peligrosa en Estados Unidos, entonces debemos oponernos. Pero demasiado
a menudo los partidarios del Tribunal Penal Internacional parecen
pensar que la invocación de la ley es un tipo de derrota
para la política, que es suficiente apelar a la ley para
ganar esta discusión. El problema con la actitud estadounidense,
ellos creen, es que es una posición política —
un anacronismo en el emergente orden legal internacional. La percepción
estadounidense tiende a ser lo opuesto: la invocación del
derecho internacional es vista como una manera más de política
que debe ser evaluada como cualquier otra posición política.
La
Batalla entre el Derecho y la Política
El
carácter de la controversia que rodea al Tribunal es particularmente
difícil de comprender porque el tema central del debate —
el imperio de la ley — está también profundamente
en entredicho. La cultura política norteamericana no acepta
el concepto cosmopolita de una oposición entre la política
y la ley, en la que la ley es la expresión de la razón
y la política del egoísmo. En el marco constitucional
de Estados Unidos, la soberanía popular y el imperio de la
ley son un solo fenómeno constitutivo de la identidad política
nacional. El imperio de la ley, el cual empieza y termina con la
Constitución en la vida estadounidense, es la autoexpresión
de la soberanía popular. La Constitución es la fuente
de todos los poderes legislativos, y cualquier aserción sobre
una norma legal puede refutarse con la Constitución. Ninguna
pregunta nos viene a la cabeza más rápida o fácilmente
que “¿Es eso constitucional?”
El triunfo
de Occidente en 1989 se interpreta no como un triunfo de un concepto
político sobre otro, sino como una ciencia gerencial y administrativa.
Las nuevas democracias occidentales deben ser espacios apolíticos
en los que el papel de los gobiernos es atacar los problemas que
se resisten a las soluciones del mercado. Un estado que atiende
el bienestar de su población nacionalmente — incrementar
el PNB y disminuir la tasa de mortandad — y trata con el resto
del mundo a través de instituciones transnacionales y regímenes
legales internacionales no tiene nada que temer de este Tribunal.
El pecado real de Estados Unidos es creerse una entidad política,
cuando el nuevo orden mundial debe ser un orden de derecho.
No
hay nada nuevo en este conflicto. Los abogados cosmopolitas durante
largo tiempo han intentado imponer un régimen de derecho
internacional sobre el uso de la fuerza; desde hace mucho tiempo
han creído que la política debe ser sustituida con
la gestión burocrática. El siglo XX comenzó
casi de la misma manera que el XXI — con sueños de
que el derecho desplazaría a la política de los intereses
soberanos vitales en una nueva era de la razón. 1
El derecho internacional y las instituciones internacionales surgieron
en abundancia, incluyendo las Convenciones de La Haya y la Corte
Internacional de Arbitraje. Después de la Primera Guerra
Mundial, el sueño adquirió la forma de la Liga de
Naciones, el Pacto Kellogg-Briand y la Corte Permanente de Justicia
Internacional. El mismo sueño floreció brevemente
entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y el principio de la Guerra
Fría, lo cual produjo un nuevo conjunto de instituciones
internacionales. Por supuesto, el fin de la Guerra Fría resucitó
el sueño del fin de la política y la era del derecho
internacional.
Los seres humanos
razonables de todo el mundo quieren creer que las instituciones
y reglas legales pueden controlar la tendencia de la política
de volverse violenta — interna y externamente. Este sueño
de razón, durante 100 años, ha adoptado la forma del
derecho internacional y los tribunales internacionales. La oposición
a esta aspiración tiene que basarse en el error o el egoísmo,
porque esa es la única manera en la que la razón puede
ver la oposición. Pero hay otra palabra para esta oposición:
política. Estados Unidos sobresale hoy en día en Occidente
por su insistencia en que la política tiene prioridad sobre
la ley. Sigue unido a la creencia de que es una entidad política
autodeterminada; se niega a subordinar el deseo nacional al gobierno
universal de la razón. La política, desde su punto
de vista, es la autoexpresión de la soberanía de la
nación-estado.
¿Qué
Es el Imperio de la Ley?
El carácter
de la controversia que rodea al Tribunal es particularmente difícil
de comprender porque el tema central del debate — el imperio
de la ley — está también profundamente en entredicho.
La cultura política norteamericana no acepta el concepto
cosmopolita de una oposición entre la política y la
ley, en la que la ley es la expresión de la razón
y la política del egoísmo. En el marco constitucional
de Estados Unidos, la soberanía popular y el imperio de la
ley son un solo fenómeno constitutivo de la identidad política
nacional. El imperio de la ley, el cual empieza y termina con la
Constitución en la vida estadounidense, es la autoexpresión
de la soberanía popular. La Constitución es la fuente
de todos los poderes legislativos, y cualquier aserción sobre
una norma legal puede refutarse con la Constitución. Ninguna
pregunta nos viene a la cabeza más rápida o fácilmente
que “¿Es eso constitucional?”
Los
estadounidenses creen que fueron creados como una “nación
regida por la ley”. Esa ley no es un conjunto de impedimentos
morales impuestos en el proceso político externamente, ya
sean leyes naturales, jus cogens, o el derecho internacional consuetudinario.
Más bien la ley expresa las decisiones substantivas de una
comunidad autogobernada. La Constitución estadounidense expresa
el deseo de “Nosotros, el Pueblo”. El imperio de la
ley es vinculante en la comunidad política norteamericana
no porque sea razonable ni moralmente correcto. Es vinculante porque
surge del acto constitutivo de la autocreación de esa comunidad.
Es por ello, que el imperio de la ley no es una norma moral; sino
una condición existencial que significa la permanencia de
la soberanía popular.
Nadie debería
subestimar la noción de que de la Constitución estadounidense
se desprende el ciudadano estadounidense: lo define como un ser
político; es el objeto de su patriotismo y el objeto de una
profunda reverencia. Pese a las acusaciones de consumismo rampante
en Estados Unidos, la cultura política mantiene un culto
al sacrificio — ampliamente demostrados en los eventos posteriores
al 11 de septiembre de 2001. La Constitución reside en el
mismo corazón de este culto: en su nombre, los estadounidenses,
durante 200 años, gustosamente se han adjudicado la carga
de matar o ser matado.
Por supuesto,
esto no quiere decir que a los estadounidenses les es indiferente
el contenido moral de sus leyes. Quieren que sus leyes sean razonables
y moralmente correctas, pero eso sólo significa que quieren
que la comunidad se vincule a sí misma a través de
leyes que satisfagan esos estándares. Quieren que sus leyes
sean moralmente satisfactorias de la misma manera que un padre desea
que su hijo sea moralmente bueno: queremos que sea bueno porque
lo amamos; no lo amamos porque sea bueno. Es lo mismo con la comunidad
que es Estados Unidos: los ciudadanos poseen un profundo vínculo
con la soberanía popular; a causa de ello, se preocupan intensamente
de cómo se comporta. Y no van a abandonar este vínculo,
incluso cuando juzguen duramente ese comportamiento.
El
Mito Nacional Estadounidense
El
comportamiento de la soberanía popular es lo que los estadounidenses
interpretan como imperio de la ley: el imperio de la ley es el gobierno
de la soberanía popular. Esta unión del imperio de
la ley y la soberanía popular es el gran logro político
de Estados Unidos. Por supuesto, todo esto es cierto no está
basado en los hechos sino en la fe política. Es la religión
cívica estadounidense o nuestro mito nacional. La creencia
en la soberanía popular como un sujeto singular y transhistórico
es el fundamento del proyecto democrático norteamericano.
El proyecto no se trata de evaluar el deseo de una mayoría
contemporánea, sino de mantener la fe en un sujeto singular,
autogobernante y plural: el Pueblo. No son las elecciones, sino
las cortes que pretenden hablar con la voz del pueblo las que expresan
esta creencia básica estadounidense. En este sentido, no
hubo nada extraño en la ascensión al poder del Presidente
Bush a través de una decisión de la Corte Suprema.2
No podemos comprender
realmente el carácter de este sujeto soberano sin apelar
al lenguaje religioso del que se ha apoderado, empezando con la
misma concepción de la soberanía. Los estadounidenses
creen que mataron al rey en un acto revolucionario. En lugar del
cadáver místico del rey, presentaron el cadáver
místico del soberano popular. Como el Dios cuyo lugar ocupa,
el único acceso al soberano popular es a través del
texto que produjo. Nuestra Biblia cívica es la Constitución
— el pedestal en el que se exhibe el pueblo sagrado. Así
podemos conocer al soberano popular leyendo el producto de este
acto creativo y singular. El mantenimiento del significado de ese
acto revelador del Pueblo Soberano es el imperio de la ley. No estamos
lejos del fundamento de la creencia judeo-cristiana en este vínculo
de divinidad con la producción del derecho. Estados Unidos,
a diferencia de Europa, sigue siendo un lugar de vibrante fe religiosa
no sólo en sus iglesias sino también en la vida política.
Las
cortes estadounidenses son las más poderosas del mundo; los
ciudadanos estadounidenses sean los más litigantes del mundo.
Sin embargo, la práctica constitucional norteamericana no
sigue los pasos de otras democracias maduras. Nuestra práctica
interpretativa tiene más que ver con la hermenéutica
bíblica que con la revisión proporcional de otras
cortes constitucionales. Todos los argumentos constitucionales en
Estados Unidos empiezan con el texto. De ahí se pasa a considerar
la intención histórica de los próceres, y finalmente
se analiza la historia de la interpretación judicial del
texto controvertido. Estas son todas maneras de expresar el carácter
vinculante de nuestro imperio de la ley; todos señalan al
imperio de la ley como una práctica para interpretar la acción
del soberano popular. No creemos que ni el texto ni la intención
de los próceres sea anacrónico porque creemos que
los dos son elementos de un soberano popular transhistórico.
Nuestro imperio de la ley da una expresión simbólica
a la continua participación del ciudadano en el sujeto singular
y plural: Nosotros, el Pueblo. Como el séder pascual que
recuerda a los judíos contemporáneos que estuvo con
Moisés en la huída de Egipto, al ciudadano estadounidense
se le recuerda continuamente a través de la ley que estuvo
allí cuando la nación fue fundada. El mito estadounidense
de autocreación se inspiró simultáneamente
en los conceptos de la razón de la Ilustración y en
la tradición religiosa de la cualidad sagrada del deseo soberano.
Esta combinación fue capaz de unificar una nación
de inmigrantes ofreciéndole todas las oportunidades de participar
igualmente en el proyecto democrático. De nuevo, esto no
es igualdad, de hecho, Estados Unidos ha estado plagado de desigualdades.
Es la fe en la igualdad de todos ante el Dios creador. Los estadounidenses
transfirieron esta estructura fácilmente a una preocupación
postrera con un proyecto político de soberanía popular.
La fe política estadounidense ya era clara en 1803, cuando
el Magistrado Jefe de la Corte Suprema John Marshall apuntó
el concepto de la supremacía judicial, una supremacía
basada en la presunción de la Corte de hablar en nombre del
soberano popular. 3 Esta supremacía
se aseguró en el sacrificio político masivo de la
Guerra Civil y quedó marcada para la nación de esa
figura del Cristo secular: Lincoln. Finalmente, alcanzó su
triunfo final en el siglo XX: el siglo americano.
La
Amenaza Simbólica del TPI
Este conjunto
de creencias alimenta la disputa sobre el TPI. La oposición
a la Corte tiene poco que ver con la amenaza sustantiva que representa
a las particulares metas estadounidenses y también poco que
ver con el miedo del uso político equivocado. Exponer argumentos
tranquilizadores en este sentido no va a cambiar el sentimiento
político general de oposición. Después de todo,
el Tribunal nunca puede ser más fuerte que el compromiso
político de respetar el tratado. Si Estados Unidos considerara
a la Corte como una inferencia sustancial en intereses nacionales
vitales, si creyera que la Corte ha sido “secuestrada”
políticamente, simplemente retiraría su apoyo. Podría
hacer esto formalmente en virtud del tratado o simplemente podría
retirarse sin más violando dicho tratado. Al aceptar a la
Corte, un Estado no renuncia a su capacidad o necesidad de ejercitar
su juicio político en el futuro. La amenaza a Estados Unidos
no es práctica, es simbólica. El simbolismo de la
Corte desplazaría la conexión del imperio de la ley
con la soberanía popular. En su lugar colocaría la
idea de la ley fundada en la noción universal de la razón.
Simbólicamente sugeriría el final del singular proyecto
político estadounidense.
Hacia
finales del siglo XX, gran parte del mundo vio el proyecto modernista
de fundar la identidad nacional en la soberanía popular como
un verdadero desastre. Todo el mundo, desde los fascistas, hasta
los nacionalistas étnicos, pasando por los generales autoritarios,
se ha adjudicado el derecho de gobernar en nombre del pueblo. La
política de la soberanía popular trajo la represión
en casa y la violencia en el extranjero. Recurrir a la soberanía
se ha usado para tapar las miradas intrusas de la comunidad internacional;
tal recurso fue el último refugio de regímenes abusivos.
Pero ahora existen argumentos de que el concepto tradicional de
soberanía está hueco. En su lugar, la “nueva
soberanía” se colocará en su capacidad de conectarse
con las instituciones internacionales. 4
En la era de la globalización, no debería haber una
distinción entre lo nacional y lo transnacional. De esta
manera, la política nacional sería reemplazada con
las redes transnacionales — redes de capital, comercio, información,
cultura, capacidades productivas e incluso flujos de población.
Donde quiera
que haya fatiga debido a la política de soberanía
popular, hay una atracción por la idea del imperio de la
ley universal basado en la razón. ¿No es ésta
la lección de las guerras europeas? La Unión Europea
engloba esta idea que el imperio de la ley tiene que estar fundado
en la razón en lugar de en la fe en el mito transhistórico
del Pueblo. La razón producirá un imperio de la ley
enmarcado por la comprensión de la justicia, por un lado,
y el conocimiento administrativo, por otro. El Tribunal Penal Internacional
es un ejemplo más de este ideal. También lo es la
incorporación de los derechos humanos internacionales en
las constituciones nacionales. Todos estos fenómenos expresan
correctamente la misma zozobra que siente la gran parte del mundo
con la política de la soberanía.
Creer en la
razón, sin embargo, no es una alternativa a la ideología
política: es una posición política más.
Las verdades de la razón pueden ser evidentes para muchas
personas en Occidente, pero no lo son universalmente. Para quienes
creen que la labor de la razón es la interpretación
de la revelación divina — ya sea en el Corán
o en la Biblia — desplazar la política por parte del
gobierno no es un modelo atractivo en absoluto. Incluso en Occidente,
no hay una visión única de la naturaleza de la comunidad
política. Los reclamos étnicos compiten con los reclamos
cosmopolitas; los reclamos de las virtudes conservadoras compiten
con las liberales. No es un accidente que las acusaciones contra
la UE o la Organización Mundial del Comercio sean de déficit
democrático. Se puede criticar vigorosamente la oposición
estadounidense al Tribunal Penal Internacional, pero no se puede
argumentar que esta posición es contraria al sentimiento
popular norteamericano. Hay poco apoyo popular por la idea de que
las decisiones políticas estadounidenses sean objeto de la
evaluación de no ciudadanos. No hay apoyo porque la idea
contradice el carácter vibrante de la creencia en el imperio
de la ley que es una función, no una medida, de la soberanía
popular.
Así que
más allá de la disputa formal sobre el Estatuto de
Roma existe un conflicto más profundo sobre el carácter
de la ley, y detrás de todo esto radica otra disputa sobre
el lugar de la soberanía en el momento contemporáneo.
Después del 11 de septiembre de 2001, estas culturas políticas
opuestas se han visto forzadas a salir a la luz pública,
porque, en respuesta a las crisis de seguridad, las naciones regresan
a sus creencias más arraigadas. Estados Unidos ha respondido
a los ataques al estilo de la nación-estado poderosa y moderna
que es, mientras que nuestros aliados europeos, en su mayoría,
respondieron como comunidades transnacionales posmodernistas. Los
estadounidenses emprendieron la guerra, mientras que los europeos
generalmente apelaron a los mecanismos internacionales de aplicación
de la ley. La idea misma de la ley opera de manera bien distinta
en estas perspectivas opuestas. Para los estadounidenses, debía
defenderse el orden constitucional usando la fuerza y haciendo un
sacrificio ético; para los europeos, la ley era el medio
para enfrentar la amenaza.
Estados Unidos
es, según su propio punto de vista, el proyecto político
más exitoso de la historia. Aparte de una élite cosmopolita,
los estadounidenses no ven razón alguna para renunciar a
la fe que ha alimentado este triunfo. Todo parece hacernos dudar
que esta fe ofrece un escenario para el ejercicio contemporáneo
del poder estadounidense en el extranjero con el que otros estén
de acuerdo. Pero antes de que cualquier persona espere que cambie
la política norteamericana, tiene que comprender la fe política
en la que se basa. En el centro de la fe está la creencia
en el imperio de la ley ejercitado por la soberanía popular.
1
Ver M. Koskenniemi, Gentle Civilizer of Nations: The Rise and
Fall of International Law 1870-1960 (2002).
2
Doctrinalmente, esta decisión tuvo mucho de desconcertante,
pero como una manifestación de poder, no fue controvertida.
Incluso Al Gore reconoció la legitimidad de este poder.
3
Marbury v. Madison, 5 U.S. (1 Cranch) 137 (1803).
4
Ver, e.g., A. Chayes and A. Chayes, The New Sovereignty: Compliance
with International Regulatory Agreements (1995).
Paul
W. Kahn es titular de la Cátedra de Derecho y Humanidades
Robert W. Winner de la Escuela de Derecho de la Universidad de Yale
y Director del Centro Orville H. Schell, Jr. de Derechos Humanos
Internacionales.
Regreso
al Principio
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