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Diciembre de 2003

Por Qué Estados Unidos Se Opone Tanto
Por Paul Khan



El asiento del delegado de Estados Unidos está vacante en la sede de la ONU durante la reunión final de una comisión que preparó el funcionamiento del Tribunal Penal Internacional, el lunes, 1 de julio, 2002. (AP Photo/Shawn Baldwin)

La oposición de Estados Unidos al Tribunal Penal Internacional parece desconcertar o avergonzar a muchos de los partidarios de ese país. Es desconcertante porque no es obvio en absoluto por qué Estados Unidos debe sentirse tan amenazado por esta Corte. Los partidarios del Tribunal señalan que hay abundantes cláusulas en el Estatuto de Roma diseñadas para proteger la capacidad de una democracia madura de realizar su propia regulación y lucha contra el crimen. Sugerir que ante la Corte comparecerán fiscales irresponsables, o que otras naciones usarán el TPI para manifestar su antiamericanismo, es alarmismo sin fundamento.

Y es embarazoso porque Estados Unidos parece autoeliminarse de las reglas del juego que cree que se deben aplicar a otros. Esto es especialmente inapropiado cuando el juego involucra alegatos de crímenes contra la humanidad, genocidio y crímenes de guerra. Las exigencias estadounidenses de trato especial socavan la idea misma del imperio de la ley como un orden normativo singular de principios al que todos estamos vinculados. Esta actitud puede socavar el gran esfuerzo internacional del último siglo de someter el uso de la fuerza al imperio de la ley. Que Estados Unidos tome esta posición es especialmente embarazoso, ya que, este país, más que ningún otro en la historia moderna de la nación-estado, se ha comprometido y constituido con el imperio de la ley.

Atorados entre el desconcierto y la vergüenza, los amigos y aliados poseen pocos argumentos con los que responder cuando los críticos usan explicaciones políticas fáciles a esta postura estadounidense. La más fácil es que la oposición norteamericana al Tribunal se basa en un concepto “del malo de la película” en el nuevo régimen del derecho penal internacional. A la espera de violar las reglas, Estados Unidos quiere ser la excepción de que se le apliquen. Después de todo, ninguna otra nación dedica recursos comparables a sus fuerzas armadas. Estos recursos no se invierten sin un objetivo. Estados Unidos dedica estos recursos porque se propone usar la fuerza militar como instrumento de su política nacional: por ejemplo, Kosovo, Afganistán, Irak y quién sabe cuál será el siguiente. Con el uso de la fuerza militar vienen las acusaciones de agresión junto con las supuestas violaciones del derecho humanitario.

Otra explicación fácil es sugerir la sicología política. Estados Unidos supuestamente sufre de un tipo de paranoia política, una tendencia latente hacia la xenofobia. A veces esto se expresa en la noción de que la oposición es “ideológica”, lo cual generalmente significa que es un producto de las fantasías de las fuerzas derechistas. A veces, se añade un elemento histórico: el excepcionalismo estadounidense se basa en una combinación de la fe protestante en una misión mesiánica y la tradición de aislamiento. Estados Unidos fue fundado por quienes escaparon la corrupción religiosa y política del Viejo Mundo. Las soluciones a los problemas del Viejo Mundo se perciben como irrelevantes para la vida americana. O peor aún, esas soluciones están contaminadas por la corrupción de la política del Viejo Mundo. Estados Unidos, según sus críticos, sufre de fantasía purista.

Estas explicaciones tiene suficientes puntos verídicos como para hacerlas hasta cierto punto creíbles. Estados Unidos es un poder imperial militarizado; mantiene una cultura política profundamente informada por la fe protestante; cree que su historia ha sido providencial. Pero el negativismo que conlleva cada explicación atrae la pregunta: ¿Cuál es la otra opción? Por supuesto, la política estadounidense se interesa en sí misma. ¿Y quién no? Por supuesto, la política norteamericana se basa en ciertas creencias ideológicas. ¿Desde cuándo la política no es ideológica? Por supuesto, las corrientes políticas contemporáneas reflejan experiencias históricas y el marco mayor de creencias religiosas de esa comunidad. ¿Es inconcebible de otra manera?

Toda la política surge de esta mezcla de intereses egoístas, ideología, historia y fe. Si esto produce una forma de política particularmente peligrosa en Estados Unidos, entonces debemos oponernos. Pero demasiado a menudo los partidarios del Tribunal Penal Internacional parecen pensar que la invocación de la ley es un tipo de derrota para la política, que es suficiente apelar a la ley para ganar esta discusión. El problema con la actitud estadounidense, ellos creen, es que es una posición política — un anacronismo en el emergente orden legal internacional. La percepción estadounidense tiende a ser lo opuesto: la invocación del derecho internacional es vista como una manera más de política que debe ser evaluada como cualquier otra posición política.

La Batalla entre el Derecho y la Política

El carácter de la controversia que rodea al Tribunal es particularmente difícil de comprender porque el tema central del debate — el imperio de la ley — está también profundamente en entredicho. La cultura política norteamericana no acepta el concepto cosmopolita de una oposición entre la política y la ley, en la que la ley es la expresión de la razón y la política del egoísmo. En el marco constitucional de Estados Unidos, la soberanía popular y el imperio de la ley son un solo fenómeno constitutivo de la identidad política nacional. El imperio de la ley, el cual empieza y termina con la Constitución en la vida estadounidense, es la autoexpresión de la soberanía popular. La Constitución es la fuente de todos los poderes legislativos, y cualquier aserción sobre una norma legal puede refutarse con la Constitución. Ninguna pregunta nos viene a la cabeza más rápida o fácilmente que “¿Es eso constitucional?”

El triunfo de Occidente en 1989 se interpreta no como un triunfo de un concepto político sobre otro, sino como una ciencia gerencial y administrativa. Las nuevas democracias occidentales deben ser espacios apolíticos en los que el papel de los gobiernos es atacar los problemas que se resisten a las soluciones del mercado. Un estado que atiende el bienestar de su población nacionalmente — incrementar el PNB y disminuir la tasa de mortandad — y trata con el resto del mundo a través de instituciones transnacionales y regímenes legales internacionales no tiene nada que temer de este Tribunal. El pecado real de Estados Unidos es creerse una entidad política, cuando el nuevo orden mundial debe ser un orden de derecho.

No hay nada nuevo en este conflicto. Los abogados cosmopolitas durante largo tiempo han intentado imponer un régimen de derecho internacional sobre el uso de la fuerza; desde hace mucho tiempo han creído que la política debe ser sustituida con la gestión burocrática. El siglo XX comenzó casi de la misma manera que el XXI — con sueños de que el derecho desplazaría a la política de los intereses soberanos vitales en una nueva era de la razón. 1 El derecho internacional y las instituciones internacionales surgieron en abundancia, incluyendo las Convenciones de La Haya y la Corte Internacional de Arbitraje. Después de la Primera Guerra Mundial, el sueño adquirió la forma de la Liga de Naciones, el Pacto Kellogg-Briand y la Corte Permanente de Justicia Internacional. El mismo sueño floreció brevemente entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y el principio de la Guerra Fría, lo cual produjo un nuevo conjunto de instituciones internacionales. Por supuesto, el fin de la Guerra Fría resucitó el sueño del fin de la política y la era del derecho internacional.

Los seres humanos razonables de todo el mundo quieren creer que las instituciones y reglas legales pueden controlar la tendencia de la política de volverse violenta — interna y externamente. Este sueño de razón, durante 100 años, ha adoptado la forma del derecho internacional y los tribunales internacionales. La oposición a esta aspiración tiene que basarse en el error o el egoísmo, porque esa es la única manera en la que la razón puede ver la oposición. Pero hay otra palabra para esta oposición: política. Estados Unidos sobresale hoy en día en Occidente por su insistencia en que la política tiene prioridad sobre la ley. Sigue unido a la creencia de que es una entidad política autodeterminada; se niega a subordinar el deseo nacional al gobierno universal de la razón. La política, desde su punto de vista, es la autoexpresión de la soberanía de la nación-estado.

¿Qué Es el Imperio de la Ley?

El carácter de la controversia que rodea al Tribunal es particularmente difícil de comprender porque el tema central del debate — el imperio de la ley — está también profundamente en entredicho. La cultura política norteamericana no acepta el concepto cosmopolita de una oposición entre la política y la ley, en la que la ley es la expresión de la razón y la política del egoísmo. En el marco constitucional de Estados Unidos, la soberanía popular y el imperio de la ley son un solo fenómeno constitutivo de la identidad política nacional. El imperio de la ley, el cual empieza y termina con la Constitución en la vida estadounidense, es la autoexpresión de la soberanía popular. La Constitución es la fuente de todos los poderes legislativos, y cualquier aserción sobre una norma legal puede refutarse con la Constitución. Ninguna pregunta nos viene a la cabeza más rápida o fácilmente que “¿Es eso constitucional?”

Los estadounidenses creen que fueron creados como una “nación regida por la ley”. Esa ley no es un conjunto de impedimentos morales impuestos en el proceso político externamente, ya sean leyes naturales, jus cogens, o el derecho internacional consuetudinario. Más bien la ley expresa las decisiones substantivas de una comunidad autogobernada. La Constitución estadounidense expresa el deseo de “Nosotros, el Pueblo”. El imperio de la ley es vinculante en la comunidad política norteamericana no porque sea razonable ni moralmente correcto. Es vinculante porque surge del acto constitutivo de la autocreación de esa comunidad. Es por ello, que el imperio de la ley no es una norma moral; sino una condición existencial que significa la permanencia de la soberanía popular.

Nadie debería subestimar la noción de que de la Constitución estadounidense se desprende el ciudadano estadounidense: lo define como un ser político; es el objeto de su patriotismo y el objeto de una profunda reverencia. Pese a las acusaciones de consumismo rampante en Estados Unidos, la cultura política mantiene un culto al sacrificio — ampliamente demostrados en los eventos posteriores al 11 de septiembre de 2001. La Constitución reside en el mismo corazón de este culto: en su nombre, los estadounidenses, durante 200 años, gustosamente se han adjudicado la carga de matar o ser matado.

Por supuesto, esto no quiere decir que a los estadounidenses les es indiferente el contenido moral de sus leyes. Quieren que sus leyes sean razonables y moralmente correctas, pero eso sólo significa que quieren que la comunidad se vincule a sí misma a través de leyes que satisfagan esos estándares. Quieren que sus leyes sean moralmente satisfactorias de la misma manera que un padre desea que su hijo sea moralmente bueno: queremos que sea bueno porque lo amamos; no lo amamos porque sea bueno. Es lo mismo con la comunidad que es Estados Unidos: los ciudadanos poseen un profundo vínculo con la soberanía popular; a causa de ello, se preocupan intensamente de cómo se comporta. Y no van a abandonar este vínculo, incluso cuando juzguen duramente ese comportamiento.

El Mito Nacional Estadounidense

El comportamiento de la soberanía popular es lo que los estadounidenses interpretan como imperio de la ley: el imperio de la ley es el gobierno de la soberanía popular. Esta unión del imperio de la ley y la soberanía popular es el gran logro político de Estados Unidos. Por supuesto, todo esto es cierto no está basado en los hechos sino en la fe política. Es la religión cívica estadounidense o nuestro mito nacional. La creencia en la soberanía popular como un sujeto singular y transhistórico es el fundamento del proyecto democrático norteamericano. El proyecto no se trata de evaluar el deseo de una mayoría contemporánea, sino de mantener la fe en un sujeto singular, autogobernante y plural: el Pueblo. No son las elecciones, sino las cortes que pretenden hablar con la voz del pueblo las que expresan esta creencia básica estadounidense. En este sentido, no hubo nada extraño en la ascensión al poder del Presidente Bush a través de una decisión de la Corte Suprema.2

No podemos comprender realmente el carácter de este sujeto soberano sin apelar al lenguaje religioso del que se ha apoderado, empezando con la misma concepción de la soberanía. Los estadounidenses creen que mataron al rey en un acto revolucionario. En lugar del cadáver místico del rey, presentaron el cadáver místico del soberano popular. Como el Dios cuyo lugar ocupa, el único acceso al soberano popular es a través del texto que produjo. Nuestra Biblia cívica es la Constitución — el pedestal en el que se exhibe el pueblo sagrado. Así podemos conocer al soberano popular leyendo el producto de este acto creativo y singular. El mantenimiento del significado de ese acto revelador del Pueblo Soberano es el imperio de la ley. No estamos lejos del fundamento de la creencia judeo-cristiana en este vínculo de divinidad con la producción del derecho. Estados Unidos, a diferencia de Europa, sigue siendo un lugar de vibrante fe religiosa no sólo en sus iglesias sino también en la vida política.

Las cortes estadounidenses son las más poderosas del mundo; los ciudadanos estadounidenses sean los más litigantes del mundo. Sin embargo, la práctica constitucional norteamericana no sigue los pasos de otras democracias maduras. Nuestra práctica interpretativa tiene más que ver con la hermenéutica bíblica que con la revisión proporcional de otras cortes constitucionales. Todos los argumentos constitucionales en Estados Unidos empiezan con el texto. De ahí se pasa a considerar la intención histórica de los próceres, y finalmente se analiza la historia de la interpretación judicial del texto controvertido. Estas son todas maneras de expresar el carácter vinculante de nuestro imperio de la ley; todos señalan al imperio de la ley como una práctica para interpretar la acción del soberano popular. No creemos que ni el texto ni la intención de los próceres sea anacrónico porque creemos que los dos son elementos de un soberano popular transhistórico. Nuestro imperio de la ley da una expresión simbólica a la continua participación del ciudadano en el sujeto singular y plural: Nosotros, el Pueblo. Como el séder pascual que recuerda a los judíos contemporáneos que estuvo con Moisés en la huída de Egipto, al ciudadano estadounidense se le recuerda continuamente a través de la ley que estuvo allí cuando la nación fue fundada. El mito estadounidense de autocreación se inspiró simultáneamente en los conceptos de la razón de la Ilustración y en la tradición religiosa de la cualidad sagrada del deseo soberano. Esta combinación fue capaz de unificar una nación de inmigrantes ofreciéndole todas las oportunidades de participar igualmente en el proyecto democrático. De nuevo, esto no es igualdad, de hecho, Estados Unidos ha estado plagado de desigualdades. Es la fe en la igualdad de todos ante el Dios creador. Los estadounidenses transfirieron esta estructura fácilmente a una preocupación postrera con un proyecto político de soberanía popular. La fe política estadounidense ya era clara en 1803, cuando el Magistrado Jefe de la Corte Suprema John Marshall apuntó el concepto de la supremacía judicial, una supremacía basada en la presunción de la Corte de hablar en nombre del soberano popular. 3 Esta supremacía se aseguró en el sacrificio político masivo de la Guerra Civil y quedó marcada para la nación de esa figura del Cristo secular: Lincoln. Finalmente, alcanzó su triunfo final en el siglo XX: el siglo americano.

La Amenaza Simbólica del TPI

Este conjunto de creencias alimenta la disputa sobre el TPI. La oposición a la Corte tiene poco que ver con la amenaza sustantiva que representa a las particulares metas estadounidenses y también poco que ver con el miedo del uso político equivocado. Exponer argumentos tranquilizadores en este sentido no va a cambiar el sentimiento político general de oposición. Después de todo, el Tribunal nunca puede ser más fuerte que el compromiso político de respetar el tratado. Si Estados Unidos considerara a la Corte como una inferencia sustancial en intereses nacionales vitales, si creyera que la Corte ha sido “secuestrada” políticamente, simplemente retiraría su apoyo. Podría hacer esto formalmente en virtud del tratado o simplemente podría retirarse sin más violando dicho tratado. Al aceptar a la Corte, un Estado no renuncia a su capacidad o necesidad de ejercitar su juicio político en el futuro. La amenaza a Estados Unidos no es práctica, es simbólica. El simbolismo de la Corte desplazaría la conexión del imperio de la ley con la soberanía popular. En su lugar colocaría la idea de la ley fundada en la noción universal de la razón. Simbólicamente sugeriría el final del singular proyecto político estadounidense.

Hacia finales del siglo XX, gran parte del mundo vio el proyecto modernista de fundar la identidad nacional en la soberanía popular como un verdadero desastre. Todo el mundo, desde los fascistas, hasta los nacionalistas étnicos, pasando por los generales autoritarios, se ha adjudicado el derecho de gobernar en nombre del pueblo. La política de la soberanía popular trajo la represión en casa y la violencia en el extranjero. Recurrir a la soberanía se ha usado para tapar las miradas intrusas de la comunidad internacional; tal recurso fue el último refugio de regímenes abusivos. Pero ahora existen argumentos de que el concepto tradicional de soberanía está hueco. En su lugar, la “nueva soberanía” se colocará en su capacidad de conectarse con las instituciones internacionales. 4 En la era de la globalización, no debería haber una distinción entre lo nacional y lo transnacional. De esta manera, la política nacional sería reemplazada con las redes transnacionales — redes de capital, comercio, información, cultura, capacidades productivas e incluso flujos de población.

Donde quiera que haya fatiga debido a la política de soberanía popular, hay una atracción por la idea del imperio de la ley universal basado en la razón. ¿No es ésta la lección de las guerras europeas? La Unión Europea engloba esta idea que el imperio de la ley tiene que estar fundado en la razón en lugar de en la fe en el mito transhistórico del Pueblo. La razón producirá un imperio de la ley enmarcado por la comprensión de la justicia, por un lado, y el conocimiento administrativo, por otro. El Tribunal Penal Internacional es un ejemplo más de este ideal. También lo es la incorporación de los derechos humanos internacionales en las constituciones nacionales. Todos estos fenómenos expresan correctamente la misma zozobra que siente la gran parte del mundo con la política de la soberanía.

Creer en la razón, sin embargo, no es una alternativa a la ideología política: es una posición política más. Las verdades de la razón pueden ser evidentes para muchas personas en Occidente, pero no lo son universalmente. Para quienes creen que la labor de la razón es la interpretación de la revelación divina — ya sea en el Corán o en la Biblia — desplazar la política por parte del gobierno no es un modelo atractivo en absoluto. Incluso en Occidente, no hay una visión única de la naturaleza de la comunidad política. Los reclamos étnicos compiten con los reclamos cosmopolitas; los reclamos de las virtudes conservadoras compiten con las liberales. No es un accidente que las acusaciones contra la UE o la Organización Mundial del Comercio sean de déficit democrático. Se puede criticar vigorosamente la oposición estadounidense al Tribunal Penal Internacional, pero no se puede argumentar que esta posición es contraria al sentimiento popular norteamericano. Hay poco apoyo popular por la idea de que las decisiones políticas estadounidenses sean objeto de la evaluación de no ciudadanos. No hay apoyo porque la idea contradice el carácter vibrante de la creencia en el imperio de la ley que es una función, no una medida, de la soberanía popular.

Así que más allá de la disputa formal sobre el Estatuto de Roma existe un conflicto más profundo sobre el carácter de la ley, y detrás de todo esto radica otra disputa sobre el lugar de la soberanía en el momento contemporáneo. Después del 11 de septiembre de 2001, estas culturas políticas opuestas se han visto forzadas a salir a la luz pública, porque, en respuesta a las crisis de seguridad, las naciones regresan a sus creencias más arraigadas. Estados Unidos ha respondido a los ataques al estilo de la nación-estado poderosa y moderna que es, mientras que nuestros aliados europeos, en su mayoría, respondieron como comunidades transnacionales posmodernistas. Los estadounidenses emprendieron la guerra, mientras que los europeos generalmente apelaron a los mecanismos internacionales de aplicación de la ley. La idea misma de la ley opera de manera bien distinta en estas perspectivas opuestas. Para los estadounidenses, debía defenderse el orden constitucional usando la fuerza y haciendo un sacrificio ético; para los europeos, la ley era el medio para enfrentar la amenaza.

Estados Unidos es, según su propio punto de vista, el proyecto político más exitoso de la historia. Aparte de una élite cosmopolita, los estadounidenses no ven razón alguna para renunciar a la fe que ha alimentado este triunfo. Todo parece hacernos dudar que esta fe ofrece un escenario para el ejercicio contemporáneo del poder estadounidense en el extranjero con el que otros estén de acuerdo. Pero antes de que cualquier persona espere que cambie la política norteamericana, tiene que comprender la fe política en la que se basa. En el centro de la fe está la creencia en el imperio de la ley ejercitado por la soberanía popular.


1 Ver M. Koskenniemi, Gentle Civilizer of Nations: The Rise and Fall of International Law 1870-1960 (2002).

2 Doctrinalmente, esta decisión tuvo mucho de desconcertante, pero como una manifestación de poder, no fue controvertida. Incluso Al Gore reconoció la legitimidad de este poder.

3 Marbury v. Madison, 5 U.S. (1 Cranch) 137 (1803).

4 Ver, e.g., A. Chayes and A. Chayes, The New Sovereignty: Compliance with International Regulatory Agreements (1995).

Paul W. Kahn es titular de la Cátedra de Derecho y Humanidades Robert W. Winner de la Escuela de Derecho de la Universidad de Yale y Director del Centro Orville H. Schell, Jr. de Derechos Humanos Internacionales.

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